La historia se repite. Una y otra vez, como todos los días de ya hace varios y largos meses, se acerca a la PC intermitentemente tratando de saciar su ansiedad que a diario acosa su cuerpo y que ha llegado a hacer estragos en su figura, en su piel y en su mente. Esa ansiedad de no saber qué es lo que busca, de querer vaya a saber qué cosa necesita, ansiedad que se convierte en sed de comunicar, de ser. Es eso: ansiedad de querer ser ella misma. Ansiedad de no mentir, de no tomar posturas ficticias para ser el ideal de muchos, rol que se traduce en vacío oscuro y frío para sí misma. Es eso, tan simple y tan llano: ella quiere ser ella, así, también tan simple y tan llana. Ella.
Hace meses que camina, da vueltas, rodea y cae siempre en el mismo destino: una charla, fugaz o no, con uno o varios desconocidos que a lo sumo, después de imaginar, mirará dibujados en un montón de apretados pixeles, sin saber si son ellos o no, si son reales o no, si son o no son. Da igual. Son personas extrañas a las que trata de conocer leyéndolas y tanteándolas para poder así adoptar una postura que le agrade al destinatario de tantas letras pegadas en el monitor ajeno. Luego vendrá el intercambio de alguna foto suya fuera de época, por el mismo medio claro está; para proseguir a la espera del piropo acostumbrado a leer. Ella en principio creyó que eran de verdad, para luego darse cuenta que era solo el método acostumbrado en ese mundo demasiado nuevo aún. Para seguir, vendrán las preguntas de catálogo necesarias para el corolario habitual que está compuesto por el pedido de número telefónico y cita respectivamente.
Después de muchos viajes de letras mareadas en la red, ella dudará (como lo hace ante cada acto en que le toca tomar una decisión) en aceptar la cita o no. Siempre dice que no. Que no. Recuerda cada vez que le proponen una cita, la última. Aquel amargo y corto tramo de su vida, que la marcó casi para siempre. Casi no, me equivoco. La marcó para siempre. Para que negar un pedacito de su vida. Vuelvo a decir: ella quiere ser ella, con todo lo que tiene y con nada de lo que le falta.
Ya harta de leer siempre lo mismo tomó la decisión de no intentar conocer a nadie más. Error. Ya era tarde. Harta de recorrer por el cuarto sin rumbo, aburrida de dar vuelta las páginas de un libro sin leerlas, llegó de nuevo a sentarse en su silla de ruedas, como llama a su silla de oficina, que usa para arrastrarse de una computadora a la otra, con el fin de no pararse. Decía que ya era tarde, y en verdad lo fue.
El caso es que dando vueltas entre sitios de música, mensajes alternados con unos pocos de los tantos capturados en su lista de chat, enredada entre mails publicitarios sin interés, recordó un sitio donde la gente podía oírse en lugar de leerse que le había recomendado alguien de la lista de desconocidos secuestrados. Sonaba raro. Era como entrar en una comunicación telefónica ajena, pero con el consentimiento del protagonista de la conversación. Anotó cuidadosamente la dirección, un clic y listo. Estaba en una nueva trampa.
Al llegar, ya que ella cree que va hacia algún lugar en verdad, sólo se detuvo a escuchar. Nada. La gente estaba callada. Era un sitio para hablar y nadie lo hacía. Saltó de una sala a otra y nada. Dio vueltas desilusionada por querer conocer eso de escucharse sin teclear. Decidió cerrar su conexión y no volver ya más. Al fin y al cabo, la gente allí no hablaba.
Dio más vueltas para no variar su hábito cotidiano, rechazó una invitación de un amigo al cine, y volvió a la carga después de dos horas. En ese tiempo sólo la perseguía el pensamiento de por qué la gente allí no hablaba. Tanto murmullo imaginario en su mente con la pregunta insistente justificaba su regreso al sitio.
Una vez más se sentó frente a su pc, miró fijo el monitor, calzóse los lentes recetados para su adicción, encendió un cigarrillo y emprendió el viaje de nuevo. Tecleó a medias la dirección y listo. La memoria de su explorador se encargó del resto. Clic. Pasaje directo al destino repetido. Elige sala. ¡¡Oh Dios!! ¡Aquí la gente está hablando! Saludó. Nada. Nadie respondió. Cada uno estaba en lo suyo. Eran todos extranjeros, limítrofes o no, que parecían no oírla. Otra vez a saltar de sala en sala, pero ya con el desafío de que alguien le respondiera. El primer paso estaba dado.
Al cabo de vagar una hora promedio, llegó a una sala donde muchos hablaban. Se detuvo a escuchar. Alguien hablaba sin parar con varias personas como si las conociera. Linda voz. Bonita voz, pensó. Una voz masculina intercambiaba preguntas y respuestas con todas las personas de la sala, menos con Nadia. Así se llama. Nadia, a secas. Siguió escuchando atentamente y hasta fantaseó con la idea de que los integrantes se conocían y que siempre se encontraban en ese canal. También fantaseó, pero menos, con la idea de participar de ese círculo de gente imaginaria que sólo tenía voz. Pero no se animó, como siempre. Sólo se detuvo a escuchar.
Por un momento pensó que no era bueno estar allí, pero la voz la atrapaba y no la dejaba reaccionar. Había varias voces, masculinas y femeninas, pero le interesaba LA voz. Era una en particular. Mientras decidía entre irse o cambiar de canal, LA voz le habló. Titubeó para contestar y dudó hasta que logró decir unas palabras. Todo un desafío. Una mínima conversación general la incluyó en el grupo amistoso fantástico. Una más de la sala, pensó. La voz seguía hablando. Ella respondía lo necesario, pero respondía. ¡Cómo no iba a responder! ¡Si era lo que más había querido en esos minutos!
Pegada en la situación y desconectada del mundo que la rodeaba, recibió un mensaje escrito. No, pensó, escribir no. Pero era LA voz quien le escribía. ¡Cómo no responderle! Valía la pena volver a teclear por esa causa. Y tecleó. Y siguió tecleando por muchos días más, olvidando la promesa que se había hecho de no volver a intentar conocer gente por ese medio. Y repito: ya había caído en la trampa nuevamente. Tarde otra vez. Algo en LA voz la sedujo, la atrapó. Tal vez eran similitudes personales, verdaderas o ficticias, o quizá la sedujo una postura de él. Daba igual, ya era tarde. Demasiado involucrada con el hombre imaginado. Sí, era el hombre imaginado ya que cumplía a grandes rasgos el canon, como ella le llamaba.
El hombre imaginado era distinto a todo lo conocido. Rompió con todos los códigos de la rutina a la que estaba acostumbrada, empezando por haberlo escuchado a cambio de haberlo leído, hasta no exponer absolutamente nada que le dé un lugar para imaginarlo. Nada. Eso se suma a la larga lista de motivos que provocaba su desconexión del mundo durante el tiempo de contacto con él. Nada la atrapaba más que la incertidumbre. Pero prefirió no pedir ni siquiera una descripción física mínima. Nada. Él tampoco la pidió y estuvo bien. Eso también la sedujo. La charla hablada y tecleada terminó después de un largo rato.
Al día siguiente y padeciendo los síntomas de lo que ella llamaba síndrome del trompo, se estacionó en la mismísima silla de todos los días y el camino recorrido es en vano que lo relate. Ya es conocido. Llegó a una sala y nada. Silencio. Pasó por otra y nada. Sólo extranjeros insultándose sin motivo valedero. Jurando llegar a la tercera y retirarse si no había nada que la distrajera, entró. Había gente ya hablando. Escuchó un minuto y medio. Me voy, pensó. A punto de hacer un clic y ya, escuchó una risa conocida seguida de un comentario de paso. LA voz estaba allí. Había mutado su nombre pero no su esencia. ¡Dios! Pensar que creyó no volver a encontrarla. Error. La encontró. Saludó y él la reconoció. Él pidió garantías por escrito y ella accedió a teclear una vez más para identificarse. Ella también había mutado su nombre. La charla se extendió por dos horas con el hombre imaginado. Se despidieron. Se callaron las voces.
Nadia tenía una impresión extraña. Su intriga se había calmado a cambio de la atracción de la voz. Ya no se tomaba el tiempo de dibujar mentalmente a ese hombre imaginado, perfecto. Ya eso no le importaba. La voz era más poderosa que su intriga.
Siguieron en contacto por algunos días. Un ir y venir de mensajes instantáneos los comunicaba a diario varias veces al día. Pero ella prefería oírlo. Sentía que al leerlo y que él al leerla, la comunicación se tornaba diferente. Cada uno se leía de acuerdo a su gusto e interpretación. Mal. Algunos mensajes no fueron leídos como debían ser, algunas esperas fueron demasiado cortas o demasiado largas, según cada cual. Enojo de uno, explicaciones de otro. Simple: ella pensó que nunca más iba a tener contacto con él por una situación determinada. Se asustó. Sintió que dependía de ese contacto más de lo debido. Era cierto. Mucho más de lo debido. Pensó en perder el contacto. En no volver a teclear para él, no por voluntad propia. O sí. No, no era por voluntad propia. Su eterno pensamiento de ser pegajosa le aconsejaba que cortara todo vínculo con él. Pero algo le decía que no lo hiciera. Y no lo hizo. Dio una y mil vueltas y retomó el contacto.
Peligroso. Esto se torna peligroso, pensó. Y sí, en efecto, es peligroso. Si bien no hay peligro físico, sí lo hay en cuanto a sentimientos o sensaciones si vale usar estas palabras. Eso de necesitar verificar si hay algún mensaje esperándola se le tornó algo muy enfermizo, no menos que el de responder o enviar otro mensaje. Lo notó, pero no hizo caso de ese peligro. Al fin y al cabo, entre tantas cosas rondando en su cabeza, se asomaba la idea del hombre imaginario y no imaginado.
Pero no era imaginario. Era real. Hablaba como un ser humano, la seducía como un hombre y la persuadía como un experto. Ella se dejaba seducir, siempre. Es más, esperaba determinados momentos donde sabía que una acertada charla era el camino perfecto para que él mencione la palabra seductora del día. En efecto, por una vez en su vida sus cálculos daban el resultado esperado. Por ley algunas frases eran necesarias y suficientes para la seducción mutua. No había riesgo de nada. O riesgo de mucho. Sí, de mucho; pero al razonar sobre esto era más que tarde. Ella estaba pensando demasiado en él. Tanto, que si bien había pensado mucho en alguien, no se comparaba a lo pensado ahora.
Una noche como otras, pero como pocas en contacto con él, algo pasó y aún no sabe qué fue. Un ser ella misma la desvistió ante los oídos del hombre imaginado. Vaya situación. Él hizo calmar esa ansiedad que la llevaba de un lado al otro tratando de ser ella misma, sin posturas ni muros que la resguarden. Se sintió desprotegida, descubierta sin su caparazón y expuesta a todo peligro. Tuvo un sin fin de sensaciones en cada contacto posterior que iban desde deseos de encontrarlo, de verlo y oírlo, pasando por la vergüenza, el rubor y la aceleración de su pulso, hasta los momentos más tensos y eléctricos, producto de la amenaza una posible pérdida. Algo sucedió. No sabe bien qué fue, pero un clic como tantos anteriores, esta vez sin mouse, le hizo poner los pies en la tierra.
No era razonable que sintiera extrema dependencia de una voz y de unas letras. No era razonable. Vale la pena seguir sintiendo. Apostó que sí. Pero apuesta a personas reales porque al fin y al cabo, él es un hombre imaginario.
Diciembre 6, 2000.-
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